Escudo de Puebla |
A veces, la ciencia ficción es tan certera en sus propuestas de futuros posibles o pasados que vuelven, que resulta inquietante darnos cuenta, como si fuera un déjà vu, que eso que habíamos conocido antes en la narrativa es lo que llega a existir, a darse ante nuestros ojos. Tenemos por ejemplo las obras de Stanislaw Lem (Memorias encontradas en una bañera), Ray Bradbury (Fahrenheit 451) y Antonio Castro Leal (Una historia del siglo XX), en las que propusieron visiones donde los documentos, sobre todo los de papel, habrían desaparecido o estarían proscritos.
En esas obras, la posesión de algún documento sería una rareza, una extravagancia, y se traduciría en una posesión de valor que algunos podrían envidiar y hacer cualquier cosa para llegar a tenerlo para sí, o para destruirlo.
El cambio de milenio alentó a varios tecnólogos y falsos profetas comerciales y financieros a proponer el fin del libro, de los documentos en soporte de papel y de sus repositorios, con un énfasis particular en el fin de los archivos y las bibliotecas. En contraparte, los nórdicos propusieron, con esa mesura que da el aislamiento nocturno semestral, que nada iba a desaparecer, sino que habría un acomodo híbrido de los soportes físicos y digitales de la información.
Y es que con la expansión de las tecnologías de la información y la comunicación a partir del año 2000 los gobiernos han dejado de tener el control único de los datos vitales de la sociedad, de la información para el mantenimiento y desarrollo de la economía, el poder y la cultura, además de que sólo se llegan a involucrar en la generación del conocimiento estratégico, o sea, casi nada.
Esta situación, que ha llevado a un filósofo a proponer que vivimos una realidad líquida, ha traído cambios acelerados que causan gran confusión a las personas, sobre todo a las que viven y se desplazan a la orilla de la vida, o en entradas que hacen pequeños remansos a la vera de los acontecimientos históricos, en las micro o infra-historias.
Última entrega de El Nacional |
Esa confusión crece de manera proporcional a los grados de ignorancia e ingenuidad de las sociedades, y hace creer que se sabe lo que se ignora, y que se actúa conforme el sentido común.
Precisamente, eso está llevando a que las sociedades observen con extrañeza los documentos que heredaron del pasado, creyendo que su digitalización puede conducir a liberarse de los soportes físicos originales, con la ingenua creencia de que guardando sólo el contenido se podrá asegurar la supervivencia de la humanidad.
Desgraciadamente, hasta ahora esa heredad del pasado sólo se ha considerado válida y digna de resguardo si la designa como patrimonio una entidad gubernamental nacional o internacional. No obstante, esa designación parece aleatoria y caprichosa, a veces resultado de la voluntad de un grupo interesado, que generalmente pertenece a la clase dirigente o al jet set cultural.
Cuando el patrimonio son documentos, se requiere cierta disposición de ánimo para conocerlos y comprenderlos, además de disciplina para valorarlos y llegar a saber cómo llegaron a ser y a estar donde los encontramos. La historia de cada documento es lo que lo distingue, incluso de otros iguales o similares.
Al digitalizar el documento, se preserva su contenido, pero todo lo demás que lo caracteriza, lo que hace que su descripción nos pueda parecer infinita, queda atrás, en el soporte físico original, ese que algunos creen que puede desaparecer, y quieren que desaparezca, para no tener que ocuparse de mantenerlo.
Esta tragedia originada en la ignorancia y la ingenuidad está poniendo en riesgo el patrimonio documental de México, por lo que nos proponemos dedicar nuestros esfuerzos para conservarlo vivo aquí y ahora.